Hoy mientras estaba muriéndome del frío en la cama me he
acordado de ti, y de repente mi mente ha viajado a cualquier día del año 2009.
Por ejemplo a ese en el que te esperé en el piso donde vivía por aquel entonces
lleno de velas encendidas: en el salón, en el baño, en la cocina, en la
habitación… no había rincón de aquella casa que no quedase iluminado por una
llama.
Lo había preparado todo con sumo cuidado: había limpiado,
recogido y ordenado la casa – aún sabiendo que ese orden sólo sería momentáneo,
porque cuando estábamos juntos se nos desordenaban hasta las ideas de tanta
pasión - , había escogido con sumo cuidado la lencería que sería objeto de tu
deseo aquella noche: negra, como a ti te gustaba. Sensual. Picante. Excitante.
Incluso las sábanas recién cambiadas parecían saber que
aquella noche iba a pasar algo especial.
Cuando llegaste, sin reparar en lo que había detrás de la
puerta, me saludaste con un beso torpe diciéndome que no te había dado tiempo a
ducharte y que si te dejaba pasar al cuarto de baño antes de nada. Sabías que
me volvía loca verte recién salido de la ducha, con el pelo mojado, con la
toalla rodeada en tu cintura mientras las gotas de agua todavía recorrían los
lunares de tu espalda.
De repente, cuando viste todo aquello se te heló la sangre.
Me miraste. Nos miramos.
No pudimos aguantar ni un segundo más sin abalanzarnos el
uno sobre la boca del otro. De repente todo estorbaba: las sillas de madera de
la cocina, los cojines naranjas del sofá, la ropa… Por supuesto que estorbaba la ropa. Y así,
dejando un rastro de prendas tras nosotros de repente paraste de besarme.
Paraste de besarme únicamente para contemplar aquel conjunto que yo había
elegido para ti. Y vi tanto deseo en tus ojos que por un momento me asusté,
aunque, me duró tan poco tiempo como lo que tardaste en quitarme lo que me
quedaba de ropa con los ojos.
De repente noté el agua cayendo sobre mí, sobre nosotros,
mientras tú me abrazabas y te perdías en mi interior una y otra vez, haciéndome
sentir más mujer cada vez que sentía tu respiración entrecortada al filo de mi
oído, mientras mis manos torpes se enredaban en tu cadera atrayéndote hacia mí,
como si todo aquello no fuera suficiente. El ruido del agua amortiguaba
nuestros gemidos, las palabras de deseo que brotaban de nuestra boca sin
poderse contener. Y, por fin, después de haber perdido la cuenta del tiempo que
llevábamos allí dentro, sentí que se me dormían las piernas, hasta podía notar
el hormigueo de los dedos de los pies, anunciándome que el orgasmo estaba a
punto de llegar. Así te lo hice saber, casi en un susurro, a la vez que cerraba
mis ojos con fuerza, dejándome mecer por el vaivén de nuestros cuerpos hasta
que llegó. Y explotó. Y te inundó. Y ahogamos nuestros cuerpos con el placer de
ese momento.
Y cuando creía haber llegado al mejor momento…. Empezó a
sonar una música de fondo. La conocía, era una de mis canciones favoritas: La
Valse d’Amelie Piano. Y fui consciente de la realidad.
Era el puto
despertador. Hora de levantarse.