Todos los días, desde que nos despertamos, nuestra
mente es un cruce de caminos convertidos
en decisiones: ¿me levanto de la cama?¿Qué desayuno hoy?¿Y qué ropa me
pongo?¿Doy los buenos días a esa persona que últimamente es más especial que
nadie en mi vida o me hago la dura y espero a que me salude él? ¿Me compro esos
pantalones rojo sangre que puede que me hagan el culo más gordo o los negros
que disimulan más las curvas?
No hay día en que una sola persona de este mundo que ya ha
alcanzado cierta consciencia sobre su persona que no se tomen decisiones, y eso
acaba siendo un proceso sumamente agotador cuando te das cuenta de que lo estás
haciendo… porque hablan de libertad, y yo me siento mucho menos libre cuando tengo
que decidir algo que si simplemente me dejo llevar. Claro que eso la mayoría de
las veces nunca es posible. Hay que decidirse… pero ¿qué pesa más, el corazón o
la razón?
El domingo tomé una de las decisiones que menos me han
gustado de los últimos meses: el darle a una persona la posibilidad de
marcharse de mi lado. Fue una decisión racional, porque si hubiese hablado mi
corazón, las cosas habrían sido distintas… pero era lo que tenía que hacer.
Si alguna vez habéis tenido que tomar una decisión
semejante, entenderéis de lo que hablo. Y comprenderéis a la perfección la
mezcla de sentimientos y emociones que tengo ahora mismo impregnados por el
cuerpo… ¿Por qué tomar una decisión así si puede que sea algo fatal, sin
retorno? Pues porque cuando ya te encuentras en un punto sin retorno, tienes
que acudir a medidas drásticas para ver si la cosa evoluciona o se estanca.
¡Qué difícil es esto de tomar decisiones!
Sobre todo cuando no sabes si has hecho lo correcto… creo
que eso no se puede saber hasta que pasa el tiempo. Y os mentiría si os dijera
que no estoy deseando que pasen los días para ver si hice bien o hice mal,
porque ahora mismo, lo único que se, es que a mí me está sirviendo para darme
de que echo de menos nuestros momentos. Le echo de menos.
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