Si echo la vista la atrás e intento recordar mi mejor verano, un montón de recuerdos se agolpan, sin dejarme decidir cuál fue el mejor de todos. También he de decir que, exactamente, no podría elegir un verano en concreto, pero sí sé que mis mejores veranos los he pasado entre los 7 y los 12 años.
Cuando yo era más pequeña, mis veranos los pasaba casi en su totalidad en el chalet que tienen mis abuelos, un lugar maravilloso para perderse de la civilización (aunque tengo que reconocer que más antes que ahora, ya que han construido muchos chalets alrededor y no es lo que era).
Al pensar en aquellos veranos, me vienen a la mente muchísimas cosas: largos paseos con la bicicleta, caminatas hasta el arroyo para cazar renacuajos o cangrejos, baños nocturnos a escondidas en la piscina, ayudar a mi abuelo en el huerto, ir recogiendo capullos de amapola para luego jugar a adivinar de qué color sería la flor que había dentro, tostadas con mantequilla y mermelada para desayunar, la caza de las lagartijas, montarme en los columpios que nos puso mi abuelo, el estar todo el día en bañador….. Pero, sobre todo, me acuerdo de la persona que era mi compañero de fatigas: V.
V era un año mayor que yo, y nos conocíamos porque sus padres y mis abuelos siempre habían tenido el chalet uno al lado del otro y tenían relación. No recuerdo exactamente el momento en que empecé a llevarme con él, pero cuando pienso en mis mejores veranos tengo claro que V siempre aparece en ellos. Recuerdo un episodio en el que V y yo cazamos un montón de ranas pequeñas! Luego nos fuimos a un descampado y en la tierra hicimos un circuito para ellas (ingenuos de nosotros, al final se nos escaparon todas). Nuestras carreras con las bicis tampoco se merecen el olvido, así como nuestras peleas repentinas…ahora que lo pienso, parecíamos un matrimonio.
Siempre estábamos juntos. Cuando V llegaba, iba al chalet de mis abuelos y planeábamos el día, es curioso pero siempre teníamos algo que hacer. Nunca nos aburríamos.
También merece mención las meriendas veraniegas que me preparaba mi yaya. He de decir que mi yaya es de esas típicas abuelas que te meten la comida hasta por las orejas…incluso cuando uno se propone no comer más, llega ella con algo y por narices te lo tienes que comer. Desfilan ante mí ahora mismo esos ricos sándwich de nocilla, las galletas con leche, los cereales de mil y una clases, los helados…¡qué tiempos en los que una podía comer lo que le diera la gana!.
En general, cuando pienso en esos veranos me veo a mí misma como una niña muy feliz, que disfrutaba de cada cosa que tenía a su alcance. Y ahora, en este momento, me doy cuenta de que lo que prevalece siempre en los mejores recuerdos son los pequeños detalles, aquellos que contienen la esencia de las cosas.
Solo me queda esperar que se sigan sumando “mejores veranos” a aquellos que ya tengo…
PD: Dedicado a V, por lo importante que fue durante algunos años de mi vida.